jueves, 21 de junio de 2012

Ingrid Odgers


Indagación


Observas  el horizonte
intentas descifrar el alfa y el omega
la razón del viento y sus heces volátiles
la especulación de las hojas en el cemento
los tallos desbordantes del aloe
la siniestra enredadera
el temblor  de los árboles
la hiedra en el pantano
el vehículo voraz
en la carretera febril
y este pequeño sendero
de mochilas y búsquedas
de osadías  y  experimentos
que te parta un rayo
si comprendes la selva que rodea
tu débil cuerpo
la espesura entre tus ojos
el aroma del cedrón subiendo a tu nariz.

Refriegas las hojas de tus pies
detienes el camino
levantas una mano y basta para
salvarse de la manía del eco
que canta la desaparición
del tiempo
entre los dedos de la cordura
entre tu pecho y el rayo
en la
repetición de la nada

Mas
como derrotado científico de los días
perfectamente pacífico
te sientas en el pasto
y cruzas las piernas
miras obstinadamente
la punta de tus pies

Luego de los andares
de esos vagabundeos de gato viejo
escribes en el aire:
de la nada, sí
de la nada
De la naturaleza al espíritu un paso y basta.

JAVIER BELLO


V
Yo no creo en las estatuas,
las estatuas son dioses que nunca he conocido,
que nunca han padecido frente al mar al mirarse el corazón.
Yo no creo en el filo que hay detrás de algunos huecos
ni creo en la oración que esas vidas tan largas nos provocan
ni en las filas que orinan una enorme ave frente al amanecer de la piedra.
Es que hay paisajes que me hieren las manos,
su ruido de alas mojadas, su ruido de semillas que arden,
y yo no quiero hablar de los reinos donde está encendida siempre la lengua de mi madre,
yo quiero hablar como habla el manzano,
preciar un labio más que oír el relámpago
y en la algarabía de la música saber la estrofa de los vientres como un
            parlamento conocido,
poseer la ceguera de la nieve, de sus bestias gemelas y enterrarlas.
Yo no creo en las estatuas y aguardo en mitad de mi lengua el oficio de los
            nigromantes,
su ópalo gastado en los desiertos contra el hueso del hambre.
Yo no creo en los dioses que tienen un olor a ceniza
ni en los ojos redondos que la lluvia conoce,
que la lluvia fermenta despacio con su negra corona,
dueña de la flor, de la piedra y del agua.
Yo no creo en las estatuas ni en sus labios que arden poseídos de pájaros
            rojos,
no creo, yo no creo sino hasta que mis manos hayan bebido cada muslo que quema.


(de La rosa del mundo)
La forma en que está vacía la noche
II
la forma en que se desfonda su rostro cuando acude la oquedad a los rincones
el modo en que los rostros de plata se desfondan si asisten a esa misma oquedad y en ella
sólo temen
(los rostros de los amigos se desfondan, los otros permanecen inmóviles, veloces pasajeros
que detienen la nada)
y el cuerpo que la visita sonando la ocarina, promulgando la débil vibración de la vida con
su paso de danza
es al mismo tiempo un cuchillo que abre el dorso de su mano y la deja sangrar
es al mismo tiempo una garza que no bebe pero la deja sangrar hasta que se queda dormida
el vino de la fosforación
el vino del que somos olvidados
mientras los rostros beben y beben de la herida
escuchamos el canto de las mujeres negras
el canto de las viejas mujeres con hocico de cerdo que nos llaman al sueño y nos devoran
y entonces, entonces descubrimos que esas grandes señales son producto de la radiación.
La forma en que se encuentra la noche
la forma en que la abandona la persona y el perro, animal de la persona
y el hombre que es mordido por los canes en los grandes rosales prohibidos.
Brilla, brilla la imagen destrozada donde descansan los huesos
la forma en que se queda la noche, vacía en la percusión de lo ajeno.
No importa lo que tú ves al fondo, sólo interesan los rostros confinados en el rincón
(recuerda, la noche está vacía)
allí tú mueves la mano y alguien te contesta si es que los fantasmas conocen el vestigio
de la luz y en la llama se han puesto los vestidos y aparecen, con harina o fermento de maíz en
las manos, con restos de azufre en los pies.
No importa lo que tú ves al fondo sino que la noche se vacía en las esquinas devoradas
cuando se habla de la verdad en los cuartos y los niños y los conejos se conocen
reciben pájaros en el corazón y ramas de ciruelo, reciben pájaros y cestos con membrillos
para perfumar las alacenas
hasta que todo es para ellos producto de la radiación.
Yo no sé lo que ocurre pero quiero decir lo que veo
estamos ahora en un lugar donde los invitados encuentran su propio error y no huyen y
eligen un enigma y no un arma
y disparan entonces y la alcoba se llena de pistoletazos perdidos
y la noche, después de la visión del vacío, es igual al terror de los gritos que perforan el
tiempo y dejan escapar todo el viento de las grandes montañas
y el mundo es del color de un agujero parecido a la noche
y la noche se vacía allí donde los peregrinos dejan de mirar los revólveres.
Yo no sé lo que ocurre pero cada mueble de la habitación se parece a la muerte
la muerte se parece a la silla y la mesa a la muerte y la vitrina y la silla se parecen entre sí y
hasta el patio acude solitario a su color predilecto
que es el lento color de la muerte, ese color donde todo está sentado, ese color sentado a
donde llaman los jueces
y entonces entro y descubro que hablo de mi casa y mi casa se parece a la muerte
y todo allí es producto de la radiación.
Las cosas no deberían existir si lo pensamos
alguien que escribe no tendría por qué existir si lo pensamos
ni ese cuarto en que escribe ni el silbo con que conversa ni las cosas que dicen sus palabras
tampoco tendrían que existir si lo pensamos
pero he aquí que éstas viven y que éste vive y que éstas ya no huyen
no huyen de la vida a la muerte
no huyen de la vida a la muerte como las personas que sienten zumbar en su oído la hélice
de la piedad y miran y no ven más que el hueco que dejan sus cuerpos al salir de las
mantas.
Las cosas no deberían existir
pero están puestas donde las vemos para espantar el fulgor del vacío
porque alguien escribe en una habitación y sus palabras son caballos, son heridas, son
caballos que lloran y se parecen a Cristo
y ese rostro es el rostro desfondado donde aúllan los signos
y ese rostro es producto de la radiación.


 (de El fulgor del vacío)
La jaula de los espejos
Lo cierto es que los dioses no debieron dejarse ver,
su sombra muerde en el umbral de los ojos mortales,
una mano delgada apenas se posa sobre la madreselva,
medio rostro asoma quemado por el aliento de la vegetación,
un ojo encinta de luz, una luz decaída y musgosa
lame el cuerpo con suave piel de yedra
que apenas roza la lengua en el dintel, su saliva
de oscura anunciación teje en los dedos una red de silencio,
un resoplido tuerce el maicillo sin medir la ebriedad de la víctima,
dorada la harija cruza la luz con su manto
y su efecto es el mal,
                                un  paso
abre la túnica cerca del hilván, el paso
de la cierva preñada que va a saltar al aire, un pie
desnudo en el boscaje del relámpago, el tobillo
donde toda la leche fosforece
y destila sin término por la garganta del encubridor.

                    Lo cierto
es que los dioses no debieron dejarse ver, menos de noche
acercarse por un camino invisible
que alguien más dibujó para que ellos vinieran
bellos, desposados con una soledad sin hospicio, con toda
su falta de educación, cuando estamos dormidos
nos palpan el borde de la piel
o el arco dulce de la cara, y entonces,
                                                            sin ruido
una niña abre toda la luz al correr la cortina
de la estancia repleta de sombras, y en ese largo embudo
un alambre mojado tirita en la red interior
y la niña se escapa, y la cierva nos huye
y aquello que deseamos es hambre
cuando reina el verano y en un tiempo redondo el estío
igual que un viejo encorvado se presenta, saciado en él, triunfante
con su pata de abeja, su pezuña
que quema el pasto seco
y lo devuelve sucio sobre sus mismas huellas,
infinito en la rueda de la transformación.
Sin dejarnos dormir se acercan con cuidado
por las piedras del río que divide aún la Eternidad
de este lado del mundo más sutil en las sombras.
Allí la claridad, sus reflejos que hechizan, aquí
las hermanas pequeñas se ríen del domingo final.
“Este niño no debe morir”, piden las nanas
agazapadas en su solemnidad,
“En esta habitación viven los males”.
“Ese Espejo es mi Espejo”,
me dice aparecida la Figura: “Ese cuerpo es tu cuerpo,
pero su peso es mío ¿si me llevo mi parte
qué te quedará?”
                           Lo cierto
es que los dioses no se dejan ver
ni de día ni a la hora de la oscuridad
cuando el mundo se acaba y los ojos
rojos de los conejos expuestos en el desolladero
brillan bajo la luz del error.
                                          Los invitados entran
y heridos de tanta perfección, nosotros, nos callamos
mirando de reojo la belleza
que se golpea contra las bombillas de la realidad.
               La verdad
no hace amistad con las potencias, ellas
no tienen corazón, pues en su estado
no hay más que liquidez de luz, finos hilos de baba

que descienden de un gran caracol
y esparcen un olor que no es de este mundo.
                    Llueve
sobre las tablas de la oscuridad la cabeza cortada de los dioses, llueve
sobre mi propia frente.
                                    Abro los ojos
y en esta habitación miro mis males.



(de Las jaulas)
La jaula de la verdad
Yo vivía encerrado en un presentimiento,
yo sabía que mi abuelo iba a morir ese mes de diciembre.
No tiene olor a nada la muerte,
la muerte no tiene olor a nada ni se anuncia con rosas.
Cuando me acerqué a la cama no estaba allí sentada,
no estaba allí la muerte, no estaba allí la muerte detrás de la muralla blanca,
                delante de la muralla blanca.
Yo vivía encerrado en un presentimiento,
obligarme a que mirase a los lados era pedirle a un mar muy joven, niño aún,
                que dejara de jugar con las estrellas para ir por un solo túnel,
era hacer ingresar sus animales, uno a uno, distraídos ya de cualquier otra
                cosa que no fuera una flor, un cardo que echaba sus vilanos.
El túnel tenía paredes que no hablaban, paredes que no querían hablar,
adentro había una mujer con cabeza de pájaro, cantaba junto al amanecer y
                el amanecer no existía, era imposible su llegada.
Sus manos y sus mejillas eran de tiza, de dura tiza muy blanca.
Eran invisibles aquellos hombres que con un puñado de agujas adheridas a
                un huevo raspaban allí la harina con que saciar a sus pájaros.
Los pájaros estaban en jaulas construidas con cáscaras de nuez,
piaban inmóviles por la leche de la muchacha blanca, que resplandecía sin
                poder huir de las voces y hablaba sentada en sus ojos con la
                noche que estaba de guardia esa noche.
Los hombres venían de una selva, de una subasta donde se exponían
                alimentos estériles con inconciente orden,
meriendas envenenadas que harían olvidar a las familias la tierra negra de la
                plusvalía caliente en todas partes.
Busco esa arena en mí, es como si insultara a mi abuelo
y como un manzano que vive en un niño, condenado por la promesa de los
frutos, comenzara a estallar sin quejarme.
Todo me recordaba el desastre de la profundidad y las apariciones.
Yo vivía en la caja de un vértigo del que hoy ya no tengo noticia,
yo vivía en la habitación de un relámpago que crujía también por las venas
                de los otros
y abrasaba las grandes alamedas donde los niños recogían estrellitas de
                cuarzo tras la manifestación.
Los muchachos que siempre fumaban en la esquina no sabían besar, iban a
                aprender a besar con el tiempo.
Yo le gritaba a mi abuelo: los van a colgar a todos de los árboles
y miraba los tilos que vigilan todavía la plaza teñidos de un rojo muy leve.
Ninguna saciedad, pienso ahora, hubiera habido en las cuerdas.
Ya los obreros no se ven con sus cascos azules,
nadie recuerda los puños alzados hasta el cielo,
y los hijos de los obreros odian a los ancianos, en la esquina se filtran tierra
                negra en las venas,
nunca aprendieron a besar.
Cuando todo estalló en mí yo no sabía si comportarme como un pez o un
                almendro.
Ahora los hombres han huido del túnel sin dejar ni siquiera un aviso más que
                la inmovilidad de sus aves.
No es que haya sido bueno que estuvieran parados como animal con sed en
                medio de las fábricas
ni que de sus conciencias haya desaparecido una ley que llamaron trabajo,
pero al menos había alguien alrededor de los páramos.
Yo le gritaba a mi abuelo: los van a colgar a todos de los árboles.
Yo le gritaba a mi abuelo, pero mi abuelo estaba muerto en su cama
y ahora, mi imagen de la verdad es esta:
una mujer sin orejas, volcada.



 (de Las jaulas)
                                       Papà, abbiamo visto l´Angelo del Diavolo
Pier Paolo Pasolini
Dime cómo te llamas, Ángel del Diablo, que quitas el pecado del mundo,
revélame el día en que sin miedo nos acercamos al pozo, nos asomamos al
       brocal, olimos la flor negra que nos abría la boca,
el día en que vimos al Ángel del Diablo, oloroso como el Hijo de Dios,
       recién salido del baño,
detrás del pinar que olisquearon los párrocos, guardaba un silencio católico,
no llevaba sotana, era transparente como el aire de una sotana, como la
       sangre traslúcida en los ojos giratorios del Cordero.
Venid y comamos todos de él, que allí debe estar tiritando, el Ángel del
       Diablo con sus uñas afines a las garras del Hijo,
allí debe estar sonriendo como un alto cardenal solitario, inmóvil en las
       malas hogueras que crecen en las máquinas, caliente en su vínculo con
       los enfermos,
las colonias de niños que anidan en los tractores negros, los muchachos
       turbios que lamen las tetas teñidas de los gatos,
la guillotina docta que se abre después de dos pasos, la trampa después, un
       paso después los muchachos como leones en exposición,
en un baúl de hule el sexo de la araña alimenta a los sabios que vienen de
       visita hasta el bosque,
sacerdotes ahorcados en la salvaje soga irreal de los prismas tienden la
       mano hacia el Ángel del Diablo.
Venid y comamos todos de él, pongamos su hígado a engordar con leche en
       los tiestos vivos de la redención,
detrás de los pinos manchados,
detrás de las zarzas que pisaron los cerdos,
las dramáticas cerezas que tienen en el centro una gota de sal,
las bayas manchadas de verde,
dime cómo te llamas, Ángel del Diablo,
revélame el día en que vimos el mensaje siniestro brillar sobre las aguas del
        estanque,
la rosa dilatada que lagrimea el pinar con su ojo entreabierto de ojo de
        sapo,
el día en que vimos al Ángel del Diablo,
el Hijo de Dios que quita el pecado del mundo.




para Román Torres
(de Los pobladores del entresueño)
Jardín con miedo
El excesivo equipaje no deja caminar a la sombra. El vagabundo visita la
provincia otoñal y el silabario de tiza de las cantinas, donde aprenden a leer los
fantasmas. La sombra, por supuesto, es esta voz. Por supuesto, esta mano que
esconde un alfiler de gancho en el bolsillo de un muchacho dormido. Un
muchacho desnudo sobre la pelusa fértil del bosque. Llueve debajo de las
mantas. Una lluvia interminable. La sombra cuenta los días con los
dedos. Un bote colorado cruza un río verde. La sombra se embarca, orina en
la  vertiente helada. Hace sombra, humo hace. Humo contra el tamiz de la luz.
Así el día se abre, se corona de agua. De cadáver y viñedo de mar se fecunda
la noche. Canta la voz su hueco sin voz. Los insectos se alían contra el miedo.
Cruje el grillo de los espinos rojos. La luna hace lo que puede en abril. Le
lima las uñas a los perros. La nariz se mece entre las ramas. Aletea como pez
en la arena. Todo podría continuar así. La sombra me toma de la mano. Me
lleva a un jardín con miedo. A un parque con estatuas vendadas. Dónde
iremos mi poema y yo. La sombra sabe de qué hablo, del fuego que salta
entre los álamos. La voz flota en el lago de caucho. Se escucha en los pozos
sellados. Qué dice la voz, el caminante que visitó los puertos. Qué oyó de boca del
mar y sus milicianos húmedos. Lo que oyó apoyado en sus hondas rodillas,
con la lengua en los odres. Lo que anduvo, lo que amó, el agua que dejó
correr. Todas las cosas. La aldea y sus ciervos helados. El río con su pata de
alma de molino viejo. La estrechez de la sombra. La más delgada voz. En
fin, la voz.



(de Bajo filamento, inédito)
1
¿Quién oyó?
¿Quién oyó?
¿Quién ha visto lo que yo?
dónde está la oreja noche. dónde está la noche oír y no temer. para qué tiene
oreja la noche. oír qué, queda batalla. los collares exaltan un ave del montón
y ese pájaro sufre. sufre su cáñamo azul. su madera de lince. su páramo. su
puerta. quien se marcha no deja decir. su minuto no dice. oigo el pie del
ladrón. qué se lleva pequeño asustado. pequeño quemado. lo lleva al sol. al
mar. lo lleva al precipicio. un liquen santo. un manojo húmedo que da de
comer. lámpara da de comer. artefacto de espuma y demonio no dice. para
qué va a decir el pulmón. lo llena de rizos. lo riza su madre. yo llegaré hasta
aquí. dormido seré el ilegible. cargo piedras de río. oreja de piedra. tuve sed
y permiso de la sed. tuve sed y dominio, pero no la garganta. me sigue por la
cuesta. algo me va diciendo. yo vi los pobres muertos. lejos de lavativa y
vecindad. lejos de nadie. la cajita feroz. un párpado nupcial, otro de lepra. la
noche se degüella de pie. cascabeles, circo de pus, muebles con tetas. a dónde
va la oreja. la dejo de alguacil. la alejo entre sus pasos. como gran alacrán.
como anzuelo que como. mi ojo sin ciudad. mi pez sin candelabro. oír y no
temer. llevo la cuenta.







JAVIER BELLO
(Concepción, 1972)
Ha publicado La noche venenosa (Concepción, Letra Nueva,
1987), La huella del olvido (Concepción, Letra Nueva,1989) y Larosa del mundo (Santiago de Chile, Lom, 1996), con el cual obtuvo el Primer Premio de Poesía compartido en los Juegos Florales Gabriela
Mistral, en 1994. En 1992 obtuvo la Beca para la Creación Poética Joven de la Fundación Pablo Neruda.
En 1998 publica Las jaulas (Madrid, Visor), libro con el que obtiene un Accésit al VIII Premio Jaime
Gil de Biedma, Segovia, España el mismo año. En 2002 publica El fulgor del vacío (Santiago de Chile, Cuarto Propio).
Su trabajo ha sido recopilado en numerosas antologías, tanto en Chile como en el extranjero. También ha realizado una importante labor como antologador y investigador sobre poesía chilena. En 2006 recibe en Huelva, España, el Premio Juan Ramón Jiménez por su obra Letrero de albergue. 45