V
Yo no creo en las estatuas,
las estatuas son dioses que nunca he conocido,
que nunca han padecido frente al mar al mirarse el
corazón.
Yo no creo en el filo que hay detrás de algunos huecos
ni creo en la oración que esas vidas tan largas nos
provocan
ni en las filas que orinan una enorme ave frente al
amanecer de la piedra.
Es que hay paisajes que me hieren las manos,
su ruido de alas mojadas, su ruido de semillas que
arden,
y yo no quiero hablar de los reinos donde está
encendida siempre la lengua de mi madre,
yo quiero hablar como habla el manzano,
preciar un labio más que oír el relámpago
y en la algarabía de la música saber la estrofa de los
vientres como un
parlamento conocido,
poseer la ceguera de la nieve, de sus bestias gemelas
y enterrarlas.
Yo no creo en las estatuas y aguardo en mitad de mi
lengua el oficio de los
nigromantes,
su ópalo gastado en los desiertos contra el hueso del
hambre.
Yo no creo en los dioses que tienen un olor a ceniza
ni en los ojos redondos que la lluvia conoce,
que la lluvia fermenta despacio con su negra corona,
dueña de la flor, de la piedra y del agua.
Yo no creo en las estatuas ni en sus labios que arden
poseídos de pájaros
rojos,
no creo, yo no creo sino hasta que mis manos hayan
bebido cada muslo que quema.
(de La rosa del mundo)
La forma en que está vacía la noche
II
la forma en que se desfonda su rostro cuando acude la
oquedad a los rincones
el modo en que los rostros de plata se desfondan si
asisten a esa misma oquedad y en ella
sólo temen
(los rostros de los amigos se desfondan, los otros
permanecen inmóviles, veloces pasajeros
que detienen la nada)
y el cuerpo que la visita sonando la ocarina,
promulgando la débil vibración de la vida con
su paso de danza
es al mismo tiempo un cuchillo que abre el dorso de su
mano y la deja sangrar
es al mismo tiempo una garza que no bebe pero la deja
sangrar hasta que se queda dormida
el vino de la fosforación
el vino del que somos olvidados
mientras los rostros beben y beben de la herida
escuchamos el canto de las mujeres negras
el canto de las viejas mujeres con hocico de cerdo que
nos llaman al sueño y nos devoran
y entonces, entonces descubrimos que esas grandes
señales son producto de la radiación.
La forma en que se encuentra la noche
la forma en que la abandona la persona y el perro,
animal de la persona
y el hombre que es mordido por los canes en los
grandes rosales prohibidos.
Brilla, brilla la imagen destrozada donde descansan
los huesos
la forma en que se queda la noche, vacía en la
percusión de lo ajeno.
No importa lo que tú ves al fondo, sólo interesan los
rostros confinados en el rincón
(recuerda, la noche está vacía)
allí tú mueves la mano y alguien te contesta si es que
los fantasmas conocen el vestigio
de la luz y en la llama se han puesto los vestidos y
aparecen, con harina o fermento de maíz en
las manos, con restos de azufre en los pies.
No importa lo que tú ves al fondo sino que la noche se
vacía en las esquinas devoradas
cuando se habla de la verdad en los cuartos y los
niños y los conejos se conocen
reciben pájaros en el corazón y ramas de ciruelo,
reciben pájaros y cestos con membrillos
para perfumar las alacenas
hasta que todo es para ellos producto de la radiación.
Yo no sé lo que ocurre pero quiero decir lo que veo
estamos ahora en un lugar donde los invitados
encuentran su propio error y no huyen y
eligen un enigma y no un arma
y disparan entonces y la alcoba se llena de
pistoletazos perdidos
y la noche, después de la visión del vacío, es igual
al terror de los gritos que perforan el
tiempo y dejan escapar todo el viento de las grandes
montañas
y el mundo es del color de un agujero parecido a la
noche
y la noche se vacía allí donde los peregrinos dejan de
mirar los revólveres.
Yo no sé lo que ocurre pero cada mueble de la
habitación se parece a la muerte
la muerte se parece a la silla y la mesa a la muerte y
la vitrina y la silla se parecen entre sí y
hasta el patio acude solitario a su color predilecto
que es el lento color de la muerte, ese color donde
todo está sentado, ese color sentado a
donde llaman los jueces
y entonces entro y descubro que hablo de mi casa y mi
casa se parece a la muerte
y todo allí es producto de la radiación.
Las cosas no deberían existir si lo pensamos
alguien que escribe no tendría por qué existir si lo
pensamos
ni ese cuarto en que escribe ni el silbo con que
conversa ni las cosas que dicen sus palabras
tampoco tendrían que existir si lo pensamos
pero he aquí que éstas viven y que éste vive y que
éstas ya no huyen
no huyen de la vida a la muerte
no huyen de la vida a la muerte como las personas que
sienten zumbar en su oído la hélice
de la piedad y miran y no ven más que el hueco que
dejan sus cuerpos al salir de las
mantas.
Las cosas no deberían existir
pero están puestas donde las vemos para espantar el
fulgor del vacío
porque alguien escribe en una habitación y sus
palabras son caballos, son heridas, son
caballos que lloran y se parecen a Cristo
y ese rostro es el rostro desfondado donde aúllan los
signos
y ese rostro es producto de la radiación.
(de El
fulgor del vacío)
La jaula de los espejos
Lo cierto es que los dioses no debieron dejarse ver,
su sombra muerde en el umbral de los ojos mortales,
una mano delgada apenas se posa sobre la madreselva,
medio rostro asoma quemado por el aliento de la
vegetación,
un ojo encinta de luz, una luz decaída y musgosa
lame el cuerpo con suave piel de yedra
que apenas roza la lengua en el dintel, su saliva
de oscura anunciación teje en los dedos una red de
silencio,
un resoplido tuerce el maicillo sin medir la ebriedad
de la víctima,
dorada la harija cruza la luz con su manto
y su efecto es el mal,
un paso
abre la túnica cerca del hilván, el paso
de la cierva preñada que va a saltar al aire, un pie
desnudo en el boscaje del relámpago, el tobillo
donde toda la leche fosforece
y destila sin término por la garganta del encubridor.
Lo cierto
es que los dioses no debieron dejarse ver, menos de
noche
acercarse por un camino invisible
que alguien más dibujó para que ellos vinieran
bellos, desposados con una soledad sin hospicio, con
toda
su falta de educación, cuando estamos dormidos
nos palpan el borde de la piel
o el arco dulce de la cara, y entonces,
sin ruido
una niña abre toda la luz al correr la cortina
de la estancia repleta de sombras, y en ese largo
embudo
un alambre mojado tirita en la red interior
y la niña se escapa, y la cierva nos huye
y aquello que deseamos es hambre
cuando reina el verano y en un tiempo redondo el estío
igual que un viejo encorvado se presenta, saciado en
él, triunfante
con su pata de abeja, su pezuña
que quema el pasto seco
y lo devuelve sucio sobre sus mismas huellas,
infinito en la rueda de la transformación.
Sin dejarnos dormir se acercan con cuidado
por las piedras del río que divide aún la Eternidad
de este lado del mundo más sutil en las sombras.
Allí la claridad, sus reflejos que hechizan, aquí
las hermanas pequeñas se ríen del domingo final.
“Este niño no debe morir”, piden las nanas
agazapadas en su solemnidad,
“En esta habitación viven los males”.
“Ese Espejo es mi Espejo”,
me dice aparecida la Figura: “Ese cuerpo es tu cuerpo,
pero su peso es mío ¿si me llevo mi parte
qué te quedará?”
Lo cierto
es que los dioses no se dejan ver
ni de día ni a la hora de la oscuridad
cuando el mundo se acaba y los ojos
rojos de los conejos expuestos en el desolladero
brillan bajo la luz del error.
Los
invitados entran
y heridos de tanta perfección, nosotros, nos callamos
mirando de reojo la belleza
que se golpea contra las bombillas de la realidad.
La verdad
no hace amistad con las potencias, ellas
no tienen corazón, pues en su estado
no hay más que liquidez de luz, finos hilos de baba
que descienden de un gran caracol
y esparcen un olor que no es de este mundo.
Llueve
sobre las tablas de la oscuridad la cabeza cortada de
los dioses, llueve
sobre mi propia frente.
Abro los
ojos
y en esta habitación miro mis males.
(de Las jaulas)
La jaula de la verdad
Yo vivía encerrado en un presentimiento,
yo sabía que mi abuelo iba a morir ese mes de
diciembre.
No tiene olor a nada la muerte,
la muerte no tiene olor a nada ni se anuncia con
rosas.
Cuando me acerqué a la cama no estaba allí sentada,
no estaba allí la muerte, no estaba allí la muerte
detrás de la muralla blanca,
delante de la muralla blanca.
Yo vivía encerrado en un presentimiento,
obligarme a que mirase a los lados era pedirle a un
mar muy joven, niño aún,
que dejara de jugar con las estrellas para ir por un solo túnel,
era hacer ingresar sus animales, uno a uno, distraídos
ya de cualquier otra
cosa que no fuera una flor, un cardo que echaba sus vilanos.
El túnel tenía paredes que no hablaban, paredes que no
querían hablar,
adentro había una mujer con cabeza de pájaro, cantaba
junto al amanecer y
el amanecer no existía, era imposible su llegada.
Sus manos y sus mejillas eran de tiza, de dura tiza
muy blanca.
Eran invisibles aquellos hombres que con un puñado de agujas
adheridas a
un huevo raspaban allí la harina con que saciar a sus pájaros.
Los pájaros estaban en jaulas construidas con cáscaras
de nuez,
piaban inmóviles por la leche de la muchacha blanca,
que resplandecía sin
poder
huir de las voces y hablaba sentada en sus ojos con la
noche que estaba de guardia esa noche.
Los hombres venían de una selva, de una subasta donde
se exponían
alimentos estériles con inconciente orden,
meriendas envenenadas que harían olvidar a las
familias la tierra negra de la
plusvalía caliente en todas partes.
Busco esa arena en mí, es como si insultara a mi
abuelo
y como un manzano que vive en un niño, condenado por
la promesa de los
frutos, comenzara a estallar sin quejarme.
Todo me recordaba el desastre de la profundidad y las
apariciones.
Yo vivía en la caja de un vértigo del que hoy ya no
tengo noticia,
yo vivía en la habitación de un relámpago que crujía
también por las venas
de los otros
y abrasaba las grandes alamedas donde los niños
recogían estrellitas de
cuarzo tras la manifestación.
Los muchachos que siempre fumaban en la esquina no
sabían besar, iban a
aprender a besar con el tiempo.
Yo le gritaba a mi abuelo: los van a colgar a todos de
los árboles
y miraba los tilos que vigilan todavía la plaza
teñidos de un rojo muy leve.
Ninguna saciedad, pienso ahora, hubiera habido en las
cuerdas.
Ya los obreros no se ven con sus cascos azules,
nadie recuerda los puños alzados hasta el cielo,
y los hijos de los obreros odian a los ancianos, en la
esquina se filtran tierra
negra en las venas,
nunca aprendieron a besar.
Cuando todo estalló en mí yo no sabía si comportarme
como un pez o un
almendro.
Ahora los hombres han huido del túnel sin dejar ni
siquiera un aviso más que
la inmovilidad de sus aves.
No es que haya sido bueno que estuvieran parados como
animal con sed en
medio de las fábricas
ni que de sus conciencias haya desaparecido una ley
que llamaron trabajo,
pero al menos había alguien alrededor de los páramos.
Yo le gritaba a mi abuelo: los van a colgar a todos de
los árboles.
Yo le gritaba a mi abuelo, pero mi abuelo estaba muerto
en su cama
y ahora, mi imagen de la verdad es esta:
una mujer sin orejas, volcada.
(de Las
jaulas)
Papà,
abbiamo visto l´Angelo del Diavolo
Pier Paolo Pasolini
Dime cómo te llamas, Ángel del Diablo, que quitas el
pecado del mundo,
revélame el día en que sin miedo nos acercamos al
pozo, nos asomamos al
brocal,
olimos la flor negra que nos abría la boca,
el día en que vimos al Ángel del Diablo, oloroso como
el Hijo de Dios,
recién
salido del baño,
detrás del pinar que olisquearon los párrocos,
guardaba un silencio católico,
no llevaba sotana, era transparente como el aire de
una sotana, como la
sangre
traslúcida en los ojos giratorios del Cordero.
Venid y comamos todos de él, que allí debe estar tiritando, el Ángel
del
Diablo
con sus uñas afines a las garras del Hijo,
allí debe estar sonriendo como un alto cardenal
solitario, inmóvil en las
malas
hogueras que crecen en las máquinas, caliente en su vínculo con
los
enfermos,
las colonias de niños que anidan en los tractores
negros, los muchachos
turbios
que lamen las tetas teñidas de los gatos,
la guillotina docta que se abre después de dos pasos,
la trampa después, un
paso
después los muchachos como leones en exposición,
en un baúl de hule el sexo de la araña alimenta a los
sabios que vienen de
visita
hasta el bosque,
sacerdotes ahorcados en la salvaje soga irreal de los
prismas tienden la
mano
hacia el Ángel del Diablo.
Venid y comamos todos de él, pongamos su hígado a engordar con leche
en
los
tiestos vivos de la redención,
detrás de los pinos manchados,
detrás de las zarzas que pisaron los cerdos,
las dramáticas cerezas que tienen en el centro una gota
de sal,
las bayas manchadas de verde,
dime cómo te llamas, Ángel del Diablo,
revélame el día en que vimos el mensaje siniestro
brillar sobre las aguas del
estanque,
la rosa dilatada que lagrimea el pinar con su ojo
entreabierto de ojo de
sapo,
el día en que vimos al Ángel del Diablo,
el Hijo de Dios que quita el pecado del mundo.
para Román Torres
(de Los pobladores del entresueño)
Jardín con miedo
El excesivo equipaje no deja caminar a la sombra. El
vagabundo visita la
provincia otoñal y el silabario de tiza de las
cantinas, donde aprenden a leer los
fantasmas. La sombra, por supuesto, es esta voz. Por
supuesto, esta mano que
esconde un alfiler de gancho en el bolsillo de un
muchacho dormido. Un
muchacho desnudo sobre la pelusa fértil del bosque.
Llueve debajo de las
mantas. Una lluvia interminable. La sombra cuenta los
días con los
dedos. Un bote colorado cruza un río verde. La sombra
se embarca, orina en
la vertiente
helada. Hace sombra, humo hace. Humo contra el tamiz de la luz.
Así el día se abre, se corona de agua. De cadáver y
viñedo de mar se fecunda
la noche. Canta la voz su hueco sin voz. Los insectos
se alían contra el miedo.
Cruje el grillo de los espinos rojos. La luna hace lo
que puede en abril. Le
lima las uñas a los perros. La nariz se mece entre las
ramas. Aletea como pez
en la arena. Todo podría continuar así. La sombra me
toma de la mano. Me
lleva a un jardín con miedo. A un parque con estatuas
vendadas. Dónde
iremos mi poema y yo. La sombra sabe de qué hablo, del
fuego que salta
entre los álamos. La voz flota en el lago de caucho.
Se escucha en los pozos
sellados. Qué dice la voz, el caminante que visitó los
puertos. Qué oyó de boca del
mar y sus milicianos húmedos. Lo que oyó apoyado en
sus hondas rodillas,
con la lengua en los odres. Lo que anduvo, lo que amó,
el agua que dejó
correr. Todas las cosas. La aldea y sus ciervos
helados. El río con su pata de
alma de molino viejo. La estrechez de la sombra. La
más delgada voz. En
fin, la voz.
(de Bajo filamento, inédito)
1
¿Quién oyó?
¿Quién oyó?
¿Quién ha visto lo que yo?
dónde está la oreja noche. dónde está la noche oír y
no temer. para qué tiene
oreja la noche. oír qué, queda batalla. los collares
exaltan un ave del montón
y ese pájaro sufre. sufre su cáñamo azul. su madera de
lince. su páramo. su
puerta. quien se marcha no deja decir. su minuto no
dice. oigo el pie del
ladrón. qué se lleva pequeño asustado. pequeño
quemado. lo lleva al sol. al
mar. lo lleva al precipicio. un liquen santo. un
manojo húmedo que da de
comer. lámpara da de comer. artefacto de espuma y
demonio no dice. para
qué va a decir el pulmón. lo llena de rizos. lo riza
su madre. yo llegaré hasta
aquí. dormido seré el ilegible. cargo piedras de río.
oreja de piedra. tuve sed
y permiso de la sed. tuve sed y dominio, pero no la
garganta. me sigue por la
cuesta. algo me va diciendo. yo vi los pobres muertos.
lejos de lavativa y
vecindad. lejos de nadie. la cajita feroz. un párpado
nupcial, otro de lepra. la
noche se degüella de pie. cascabeles, circo de pus,
muebles con tetas. a dónde
va la oreja. la dejo de alguacil. la alejo entre sus
pasos. como gran alacrán.
como anzuelo que como. mi ojo sin ciudad. mi pez sin
candelabro. oír y no
temer. llevo la cuenta.
JAVIER BELLO
(Concepción, 1972)
Ha publicado La noche venenosa (Concepción,
Letra Nueva,
1987), La huella del olvido (Concepción, Letra
Nueva,1989) y Larosa del mundo (Santiago de Chile, Lom, 1996), con el
cual obtuvo el Primer Premio de Poesía compartido en los Juegos Florales Gabriela
Mistral, en 1994. En 1992 obtuvo la Beca para la
Creación Poética Joven de la Fundación Pablo Neruda.
En 1998 publica Las jaulas (Madrid, Visor), libro
con el que obtiene un Accésit al VIII Premio Jaime
Gil de Biedma, Segovia, España el mismo año. En 2002 publica
El fulgor del vacío (Santiago de Chile, Cuarto Propio).
Su trabajo ha sido recopilado en numerosas antologías,
tanto en Chile como en el extranjero. También ha realizado una importante labor
como antologador y investigador sobre poesía chilena. En 2006 recibe en Huelva,
España, el Premio Juan Ramón Jiménez por su obra Letrero de albergue. 45