La imagen de
Dios quedó retenida en el espejo de un falso paraíso, en donde un narciso
hambriento de alabanza jugaba al poder supremo y sus ciervos ávidos de amor
fingían servir al prójimo; un prójimo distante al extremo de la brutalidad, un
prójimo que hoy navega sin sentido en la ruleta rusa de la experimentación: ni alcohol
ni opio lo satisfacen, menos el sexo por el sexo, más bien el sexo por un amor
que no es amor realmente, esto; por haber despreciado al destino cuando se enfrentó
a cupido con esa estúpida flecha de atravesar manzanas.
Con el tiempo
Dios confesó haber creado a la mujer alguna vez, cuando una singular costilla
bailó de alegría al ser arrancada del patán aquel que dijo llamarse Adán. Y no
es que Él tuviera gran concepto de Ella precisamente: hombre y mujer fueron
arrojados del edén como fruta podrida destinada a los cerdos. Y vino el dolor,
ese que camina en zancos por las calles de nadie, arrebatándole los segundos a
las horas destinadas al pensamiento, sólo porque Dios dijo cuanto tenía que
decir en el libro del génesis, menos que se trataba de un pésimo día, un día de
aquellos en que todo sale mal y parece obligatorio tomar drásticas decisiones;
como perderse en la inmensidad del cosmos por ejemplo, y evitar así el stress
de escuchar para siempre las súplicas lamentables de la idílica pareja.
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